No
eran pocas las hazañas que Hércules había arrojado como un botín
de guerra a los pies del soberbio Euristeo y ya dudaba éste que
hubiera tarea alguna ante la que el esforzado hijo de Zeus pudiera
sucumbir. Embebido en el odio, pasaba las noches en vela, planeando
cuál podría ser el próximo trabajo con el que fustigar al héroe.
Obtuvo
la esperada respuesta del cielo nocturno. Los cuernos de la luna,
suspendidos sobre el palacio como un ornamento prendido sobre la
oscuridad,