Tras
esforzarse en la ingrata tarea de limpiar los establos de Augías,
Hércules tenía que demostrar, de nuevo al mundo, su fuerza ante
un rival que lo pusiera a prueba. Necesitaba sentirse reconocido por
su fortaleza y bravura y pisotear una vez más los torcidos designios
de Euristeo. Cuando caía la noche, se embozaba en la piel del león
de Nemea, que él mismo había abatido, y sus
ásperas manos acariciaban la digna piel de aquel monstruo derrotado.
Tal
vez impelido por la urgencia, el rey tebano ordenó a nuestro héroe
acabar con una plaga que asediaba los campos colindantes. No se
trataba de las voraces langostas, que periódicamente arrasaban las
cosechas, ni de cualquier otro tipo de insecto o reptil que se
arrastrara por la faz de la tierra. Los cielos de las inmediaciones
del pantano de Estínfalo se oscurecían por la ominosa presencia de
unas enormes bandadas de aves, enormes como grullas y alas, garras y
afilados picos de bronce, capaces de horadar como la punta de una
lanza, la carne de sus víctimas.
No
era de extrañar que estas aves deleznables sembraran el terror en
los campos, ya que no sólo se ensañaban con el ganado, sino que
atacaban a las personas, abatiéndolas sin piedad y devorándolas
sin dejar un solo resto a los mismísimos buitres, que huían
despavoridos. Su pestilente excremento era, además, tan tóxico que
dejaba los campos yermos, sin posibilidad de que nada volviera a
brotar en aquellas tierras desoladas.
Hércules
se dirigió al encuentro de las aves, adentrándose en un terreno
cada vez más blando y pantanoso, en el que se movía con dificultad.
Era aquel un barrizal en cuyo centro anidaban los pájaros de bronce
y no tardó mucho el esforzado guerrero en tener que detener sus
pasos, ante la imposibilidad de avanzar sin correr el peligro de
quedar atrapado por aquel cieno pestilente. De repente, como si
arrancaran los primeros compases de una sinfonía infernal, se oyó
un murmullo a lo lejos, como un temblor de hojas agitadas por el
viento que se convirtió, al mismo tiempo que el cielo se oscurecía,
en una algarabía ensordecedora de graznidos y batir de alas.
Hércules
tensó el arco, pero entendió que de nada valdría disparar contra
aquella miríada de aves, que se agitaba como una nube centelleante. Hércules se sintió
impotente. El enemigo era tan numeroso que no hubiera hecho más que
desperdiciar las valiosas flechas untadas en la sangre de la hidra.
No era aquella una tarea que pudiera acometer con la fuerza de sus
brazos o el poder de sus armas.
Por
suerte, el héroe tenía el favor de alguno de los dioses del Olimpo,
contrariados por el ensañamiento que Hera mantenía con el hijo de
Zeus. Quiso la poderosa Atenea asistirle en aquel trance y le
proporcionó un enorme cimbel de bronce, animándole a subir a lo
alto de una cercana colina, donde el héroe hizo sonar el instrumento
con tal fuerza, que pareció que el cielo se desmoronaba sobre las
aves. Hércules lanzó una estruendosa carcajada al comprobar que la
bandada de aves se desgarraba como una tela agitada por manos
invisibles, como si el mismísimo Eolo quisiera expulsarlas de su
reino agitando los vientos. Las infectas criaturas huían
despavoridas por aquel ruido inesperado, como palomas ante la
presencia de un halcón, pues su naturaleza era asustadiza. Se
alejaron del lugar emitiendo terribles graznidos, al compás de sus
alas descontroladas, llevando el terror a otros lugares. No sería la
última vez que se sabría de ellas, pues algunas se refugiaron en la
isla de Ares, en el Mar Negro, donde más tarde las encontrarían los
argonautas.
Por Roberodoro
Espero que te guste y que sigas con la cadena, Te he dado un premio en mi blog. Un besito y Enhorabuena
ResponderEliminarHe encontrado este blog, el del bachiller, y me ha agradado lo escrito: 5° y 6° trabajos de Hércules.
ResponderEliminarmuchas gracias por tu comentario
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