Las
lecturas que los chavales acometen durante el verano, quedan grabadas
en su recuerdo de forma tan dulce y perdurable como el primer beso.
No
siempre es fácil conseguir que nuestros hijos, alumnos, etc,
alcancen el gusto por la lectura, y menos aún durante las
vacaciones, cuando tienen otras actividades, a priori, más
divertidas: chapotear en la piscina, nadar en el mar, ver la
televisión de forma compulsiva o jugar con esas maquinitas que
tienen mil nombres y dos mil alternativas, que el mago Frestón
confunda.
Mi
intención, con esta entrada en el blog -no es ofrecer los siete
pasos para alcanzar el amor por la lectura- es recomendar catorce libros que leí en esos veranos de fuego de Andalucía, suficientes
para todas las vacaciones y fáciles de conseguir en librerías de
segunda mano, a precios razonables. En resumen, mi proceder
consistirá en recomendar libros atractivos, que alegren el verano a
los chavales y les enganchen a la lectura, sin descapitalizar a los
padres.
Como
cada fin de curso, llegaba a casa desde el internado, en el autobús
de línea, cargado de maletas repletas de ropa parcialmente destruida
o en el mejor de los casos, arrugada -calvario de mi madre- y de los
trabajos de la clase de manualidades, cachivaches totalmente
inútiles, que aún hoy, viven bajo varias capas de polvo en algún
rincón de casa, olvidados. Pero ese junio de hace mil años, me
acompañaba una caja marón, de cartón viejo, cerrada sin cuidado
con una cuerda blanca, de pita, cogida prestada de la caja de
herramientas del personal de mantenimiento del colegio. Préstamo,
dicho sea de paso, que tornó en robo por el paso inexorable de
cronos.
No
recuerdo si tenía doce o trece años, lo cual es inicuo para la
narración, por lo que recuperaré el relato donde lo había dejado,
en la caja. Fea, chica y destartalada pero con un tesoro en su
interior. Un tesoro acumulado, durante el curso ya terminado, en
pequeñas tiendas de la ciudad de provincias en la que estudiaba, y
tenderetes de mercadillo, a precios irrisorios hasta para la economía
desnutrida de un estudiante de EGB.
Mis
financias consistían en una pequeña cantidad que iba acumulando a
lo largo del año, gracias a dos fuentes inestimables de fondos: la
familia, que me despedía después de cada período vacacional con un
“sé bueno” y un billete doblado hasta la extenuación; y mi
primer trabajo remunerado: colaborador desde los once años de una
revista, ya extinta, desde la que me mandaban un cheque de mil
quinientas pesetas a cambio de mis chistes, impúdicamente plagiados
de cintas de casete de gasolinera.
Mi
madre me recibía con unos besos que mi adolescencia rechazaba, un
“hijo que delgado estas”, y un miedo atroz a investigar entre mis
pertenencias. Abría las maletas y repartía la ropa en dos montones,
el del purgatorio y el del infierno. Para las manualidades siempre
encontraba un lugar destacado del hogar en el que estarían hasta que
fueran reemplazadas por las del siguiente curso. Y por fin llegó a
mi tesoro, a mi astrosa caja de cartón sin espíritu, se deshizo de
la cuerda y sacó con cuidado aquello que yo había ido acumulando
con esfuerzo y con cariño para que pasara conmigo todo el verano:
catorce libros, todos repletos de enigmas, aventuras, historias
emocionantes, amor, y sobre todo, horas y horas de entretenimiento a
raudales para pasar las tardes de calor y las noches de insomnio
obligado. La lista de esos catorce (os pongo el precio por el que he
vuelto a comprarlos en librerías de segunda mano durante los días
en los que escribía esta entrada):
- La Perla. Steinbeck. 0,9€
- Las aventuras de Tom Sawyer. Twain. 1€
- Marianela. Galdós. 3,5€
- Las aventuras de Sherlock Holmes. Doyle. 2,99€
- El príncipe destronado. Delibes. 1,9€
- El guardián entre el centeno. Salinger. 5€
- Todos los detectives se llaman Flanagan. Andreu Martín. 0,8€
- El corsario negro. Salgari. 0,8€
- El Lazarillo de Tormes. 2,59€
- La llamada de la selva. London. 2,5€
- Las aventuras de Huckleberry Finn. Twain. 3€
- Sandokan. Salgari. 0,89€
- La dama del alba. Casona. 4€
- Picnic. Arrabal. 5,6€
Ese
verano fue uno de los más divertidos y felices que recuerdo. En la
piscina leía, me pegaba un chapuzón y volvía a leer junto a mis
amigos. En casa, en vez de dormir la siesta, leía y viaja con la
mente a lugares remotos menos calurosos. Por la noche, después de
jugar y charlar con los amigos, volvía a cada y me adentraba en
nuevas aventuras hasta que me rendía el sueño. Así un día tras
otro. Y fui muy feliz.
¡A leer¡
El Bachiller
@soyelbachiller
No hay comentarios:
Publicar un comentario