domingo, 24 de noviembre de 2013

EL 9º TRABAJO DE HÉRCULES: EL CINTURÓN DE HIPÓLITA

Euristeo, enojado por la presteza con la que Hércules realizaba las tareas que le encomendaba, quiso complacer la caprichosa voluntad de su hija Admete. Hacer que el más extraordinario de los hombres se encargara de satisfacer el antojo de una adolescente no dejaba de ser una forma de humillación que complacía los enrevesados designios del monarca.

La joven Admete, acostumbrada a los lujos de palacio y a la inmediata satisfacción de sus deseos, había desarrollado un carácter caprichoso, dominado por la envidia y que no era sino el fiel reflejo, a pequeña escala, de la naturaleza de su padre. En secreto, codiciaba la libertad que tenían otras muchachas de su edad, pero se veía incapaz de renunciar a las comodidades de su condición. Se conformaba imaginando aventuras que jamás acometería mientras escuchaba las proezas de las amazonas que una vieja criada le contaba por las noches.


Quiso el azar que el rey oyera a su hija mencionar que le encantaría poseer el extraordinario cinturón de oro que Ares había regalado a Hipólita, reina de las amazonas e hija suya. De inmediato, Euristeo mandó a Hércules obtener el preciado trofeo a toda costa y entregárselo a Admete, para completar el noveno trabajo.

Era largo el viaje hasta el reino de las amazonas, así que Hércules zarpó acompañado de un grupo de los mejores y más esforzados guerreros, entre los que se encontraba el mismísimo Teseo. Todos ellos eran conocedores de la bravura de las amazonas, un pueblo de guerreras, las primeras en usar montura, que no reconocían vasallaje alguno a ningún hombre. Entre ellas se encargaban de gobernar, administrar y defender las tierras, relegando las tareas más serviles a los hombres, a los que incapacitaban desde pequeños para la guerra y la lucha.

Habitaban junto al río Termodonte, cerca del Mar Negro, donde habían instituido tres tribus. Hipólita era la primera entre todas las amazonas y reinaba sobre la tribu más importante y se sentía amada y protegida por su ejército de guerreras, armadas con arcos cortos y escudos en forma de media luna, fuertes doncellas vestidas con las pieles de fieras salvajes que ellas mismas abatían.

El viaje por el Mediterráneo de Hércules y los suyos hasta llegar a las tierras habitadas por las amazonas no estuvo exento de dificultades, pero todos ellos tenían claro el principal objetivo de la expedición: enfrentarse a aquellas extraordinarias guerreras. Preparados para la lucha, desembarcaron cerca de la desembocadura del río Termodonte y montaron el campamento con la premura de quien no había pisado tierra firme en muchos días. Algunos de los marineros estaban expectantes por ver a las amazonas, pero Hércules les advirtió que no eran éstas delicadas damiselas que se dejaran seducir por lisonjas o cumplidos. Cansados por el largo viaje, se retiraron a sus tiendas, a la espera de lo que les depararía la salida del sol.

Hércules se despertó azorado a media noche. El leve crujido de una rama al partirse le puso sobre alerta. Había alguien en las inmediaciones de su tienda, así que buscó en la oscuridad la tranquilizadora presencia de la espada que reposaba junto a su lecho. No fue en vano. Una sombra alargada irrumpió en el interior, ocultando la luz de la luna que entraba por la puerta y se acercó hasta él. Hércules guardó silencio, esperando a que el intruso se acercara un poco más y justo cuando estaba a punto de alargar el brazo para ensartarlo con la hoja de su espada, escuchó una voz femenina.

Detén tu brazo, poderoso Hércules. No quieras medir tu fuerza con la destreza de la reina de las amazonas.

Hércules se incorporó con una media sonrisa, pero sin soltar la empuñadura de su espada.

Hipólita… Mis ojos se acostumbran ahora a la oscuridad y te reconozco por el brillo de tu cinto y la audacia de tus palabras.

No temas, héroe. No he atravesado la oscuridad hasta meterme en tu tienda para arrastrarte al Hades, sino para que nos encontráramos a solas, antes de que el acero mediara entre nosotros.

Hipólita se sentó sobre el lecho de Hércules, con una sonrisa en los labios. Aunque sus palabras indicaban lo contrario, sus intenciones inicialmente habían sido otras muy distintas a la charla amable que ambos estaban manteniendo. Sabedora de la extraordinaria fortaleza del hijo de Zeus y temiendo que quisiera usurparle su reino, quiso anticiparse a cualquier movimiento de éste y aprovechar la noche para arrebatarle la vida. Pero al encontrarse frente a él y pese a su naturaleza arisca y guerrera, la reina de las amazonas cayó embelesada por la belleza y extraordinarias virtudes que adornaban a su oponente. No era, desde luego, como ningún otro hombre que hubiera conocido y su corazón se ablandó como la tierra bajo una lluvia inesperada.

No creas que desconozco tus intenciones, Hércules. La crueldad con la que Euristeo maneja a su antojo las riendas con las que quiere someterte es famosa en toda la Hélade. Sé qué has venido a buscar – susurró, mientras rodeaba con sus manos la hebilla dorada del cinto que sujetaba sus ropas – pero va a ser éste el más dulce y sencillo de tus trabajos. Reposa por un momento de tus tribulaciones, porque de buena gana voy a entregarte aquello que anhelas.

Hipólita desprendió la hebilla que sujetaba el cinto en torno a sus fuertes caderas y se lo entregó ruborizada a Hércules. No se parecía en nada a la reina fiera y montaraz de la que tanto le habían hablado. La que estaba a su lado era una recién desposada que se encontrara a solas por primera vez con su marido.

Pero no quiso la envidiosa Hera que aquella noche acabara en romance, sino en guerra. Tomó la diosa la forma de una de las amazonas y recorrió el campamento alertando a todas ellas de la desaparición de su reina, con gritos tan terribles que los caballos relinchaban asustados, conocedores de la naturaleza divina de la furia que recorría como una serpiente las huestes de las amazonas.

¡Despertad, compañeras! El bastardo de Zeus ha raptado a Hipólita en mitad de la noche, vuestra reina se halla cautiva en poder del más detestable de los hombres. ¿Acaso no acudiréis en su ayuda? ¿O es que tal vez habéis decidido abandonar vuestra vida guerrera y adormeceros con el sonido de la rueca?

Así alentaba el odio la esposa de Zeus entre las amazonas, que ya montaban en sus ágiles cabalgaduras y tensaban enfurecidas las cuerdas de sus arcos, lanzando gritos de batalla mientras galopaban en pos del rescate de su reina.

Despuntaba el alba cuando Hércules despertó junto a Hipólita, alertado por los sonidos de la inminente batalla. Enfurecido al pensar que había sido víctima de un engaño que le había hecho bajar la guarda, increpó a la reina de las amazonas.

Así que estas son tus malas artes, adormecerme con falsas promesas de amor bajo el manto de la noche, para atacarme a traición bajo la luz del sol. Veo ahora con claridad tu verdadero rostro, guerrera furtiva que crees poder vencerme con artimañas.

Hipólita no sabía a ciencia cierta qué estaba sucediendo, pero si sus amazonas estaban atacando el campamento, sería por alguna razón de peso. Quiso Hera confundir su mente aún entorpecida por el sueño y se abalanzó temerosa de que Hércules quisiera hacerle daño en busca de sus armas. Este gesto fue su perdición porque el héroe, viéndose atacado, abatió con un golpe certero de su espada a Hipólita, que cayó al suelo ya sin vida.

Enfurecido, salió de la tienda para enfrentarse con sus compañeros a las amazonas. Larga y cruenta fue la batalla, pues no eran éstas enemigo que se rindiera con facilidad, pero acabaron siendo derrotadas por Hércules y Teseo.

Durante el regreso a Tebas, Hércules se mostró taciturno y entristecido. Recordaba la dulzura de Hipólita y maldecía que la expedición hubiera acabado de forma tan sangrienta, por una traición que no llegó a saber nunca que era tal. Entregó a su pesar el extraordinario cinturón de Ares a Euristeo, sabiendo que éste se lo entregaría a la caprichosa Admete, sin darle apenas importancia. Para Hércules, el cinto era a la vez una prenda de amor y el botín de una guerra que no hubiera querido llevar a cabo. Desde el Olimpo, más allá de las nubes, Hera sonreía satisfecha, contenta por haber convertido en jirones de seda rasgada el corazón de cuero de Hipólita, que hubiera sido digna merecedora del amor de Hércules.

Escrito por mi amigo: Roberodoro
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